La definición de ecoturismo –o turismo sostenible- ha venido modelándose desde mediados y finales del siglo XX, cuando dicho término comenzó a ganar presencia en foros ambientales a medida que el turismo ganaba importancia económica y mediática. Una afirmación que se aproxima bastante a la realidad podría ser aquella que define el ecoturismo como “aquellas actividades turísticas respetuosas con el medio natural, cultural y social, y con los valores de una comunidad, que permite disfrutar de un positivo intercambio de experiencias entre residentes y visitantes, donde la relación entre el turista y la comunidad es justa y los beneficios de la actividad son repartidos de forma equitativa, y donde los visitantes tienen una actitud verdaderamente participativa en su experiencia de viaje”.
Terminología aparte, resulta bastante clara la dicotomía que está sobre la mesa y que todos los actores involucrados en el ecoturismo deben comprender. El hombre del siglo XXI disfruta viajando, jugando a ser –y parecer- un nómada, conociendo lo que le rodea mientras se conoce a sí mismo. Come, bebe, pisa y observa todo aquello que se encuentra miles de kilómetros más allá de su hogar. ¿Por qué lo hace? Simple y llanamente, porque le apetece y porque puede. En el año 2016, la inercia económica y la popularización del transporte y de las comunicaciones nos llevan a embarcar en el avión con una frecuencia similar con la que nuestros abuelos subían al autobús. Exagerado o no, el turismo mueve el mundo. La cuestión está en cómo podrá ese mundo aguantar tanto movimiento.
La idea de ecoturismo puede entenderse como una extensión del tan traído desarrollo sostenible. Gracias a él, varias generaciones han comprendido que ese desarrollo que vivimos continuamente no debe hipotecar las posibilidades de las generaciones futuras. Al introducir el turismo en la ecuación, se entiende que son esas actividades turísticas las que tienen que conjugarse con las necesidades, el desarrollo y el bienestar de la comunidad local que las acoge.
Ya existe una conciencia global sobre el daño que provoca el turismo convencional sobre un lugar concreto. Seguramente sea insuficiente y haya que potenciar esa idea desde programas infantiles de educación ambiental basados en la importancia de mantener la identidad de una comunidad y en la necesidad de respetar la dignidad, no sólo de una población, sino también de su entorno. Pero lo que se antoja como clave para poder desarrollar un marco legal, cultural y profesional en torno al concepto de ecoturismo es saltar la valla y fijarnos en los otros protagonistas, los que nadie suele mirar. Aquellos que albergan las actividades turísticas y que suelen sufrirlas más que disfrutarlas.
La participación activa de las comunidades locales debe ser imprescindible y dar significado al turismo sostenible. Si estos agentes basan su trabajo diario en enseñar su patrimonio, recibirán parte de la derrama económica y se convertirán en los mayores defensores y divulgadores de su cultura y del respeto a la misma. Es importante reseñar el papel fundamental que tienen en este caso todas aquellas empresas, PYMES, organismos públicos, etc. del sector turístico a la hora de entender este feedback y establecer alianzas de cara a un desarrollo más íntegro y próspero para todos.
A día de hoy, la comprensión del ecoturismo a pie de calle se limita a una serie de ámbitos innegables e importantes pero también insuficientes. Si se pretende que el turismo sostenible abarque buena parte del tejido económico de una región, hay que implicar más sectores aparte de la hostelería. Para ello, deben llevarse a cabo a nivel administrativo los esfuerzos necesarios para establecer nuevas certificaciones y herramientas técnicas, formativas y legales.
Mientras, nosotros los ciudadanos de a pie tenemos la oportunidad de entender el futuro del turismo en este siglo. Podemos trabajar en el conocimiento de nuestro medio, en la concienciación de nuestros hijos y en el aprovechamiento respetuoso de nuestros recursos. Podemos entender que el turismo sostenible no promueve simplemente conjugar economía y medioambiente, sino fundamentar nuestra cultura en el entorno que nos rodea.
Terminología aparte, resulta bastante clara la dicotomía que está sobre la mesa y que todos los actores involucrados en el ecoturismo deben comprender. El hombre del siglo XXI disfruta viajando, jugando a ser –y parecer- un nómada, conociendo lo que le rodea mientras se conoce a sí mismo. Come, bebe, pisa y observa todo aquello que se encuentra miles de kilómetros más allá de su hogar. ¿Por qué lo hace? Simple y llanamente, porque le apetece y porque puede. En el año 2016, la inercia económica y la popularización del transporte y de las comunicaciones nos llevan a embarcar en el avión con una frecuencia similar con la que nuestros abuelos subían al autobús. Exagerado o no, el turismo mueve el mundo. La cuestión está en cómo podrá ese mundo aguantar tanto movimiento.
La idea de ecoturismo puede entenderse como una extensión del tan traído desarrollo sostenible. Gracias a él, varias generaciones han comprendido que ese desarrollo que vivimos continuamente no debe hipotecar las posibilidades de las generaciones futuras. Al introducir el turismo en la ecuación, se entiende que son esas actividades turísticas las que tienen que conjugarse con las necesidades, el desarrollo y el bienestar de la comunidad local que las acoge.
Ya existe una conciencia global sobre el daño que provoca el turismo convencional sobre un lugar concreto. Seguramente sea insuficiente y haya que potenciar esa idea desde programas infantiles de educación ambiental basados en la importancia de mantener la identidad de una comunidad y en la necesidad de respetar la dignidad, no sólo de una población, sino también de su entorno. Pero lo que se antoja como clave para poder desarrollar un marco legal, cultural y profesional en torno al concepto de ecoturismo es saltar la valla y fijarnos en los otros protagonistas, los que nadie suele mirar. Aquellos que albergan las actividades turísticas y que suelen sufrirlas más que disfrutarlas.
La participación activa de las comunidades locales debe ser imprescindible y dar significado al turismo sostenible. Si estos agentes basan su trabajo diario en enseñar su patrimonio, recibirán parte de la derrama económica y se convertirán en los mayores defensores y divulgadores de su cultura y del respeto a la misma. Es importante reseñar el papel fundamental que tienen en este caso todas aquellas empresas, PYMES, organismos públicos, etc. del sector turístico a la hora de entender este feedback y establecer alianzas de cara a un desarrollo más íntegro y próspero para todos.
A día de hoy, la comprensión del ecoturismo a pie de calle se limita a una serie de ámbitos innegables e importantes pero también insuficientes. Si se pretende que el turismo sostenible abarque buena parte del tejido económico de una región, hay que implicar más sectores aparte de la hostelería. Para ello, deben llevarse a cabo a nivel administrativo los esfuerzos necesarios para establecer nuevas certificaciones y herramientas técnicas, formativas y legales.
Mientras, nosotros los ciudadanos de a pie tenemos la oportunidad de entender el futuro del turismo en este siglo. Podemos trabajar en el conocimiento de nuestro medio, en la concienciación de nuestros hijos y en el aprovechamiento respetuoso de nuestros recursos. Podemos entender que el turismo sostenible no promueve simplemente conjugar economía y medioambiente, sino fundamentar nuestra cultura en el entorno que nos rodea.
José Manuel Portas
Técnico de Residuos Cátedra Ecoembes